Y un elefante rosa sostiene una vela, iluminando el cielo, para que todas las niñas perdidas de noche puedan encontrar el camino de vuelta a casa.

Hay muchas cosas que caen. La lluvia, los pétalos, la nieve, las lágrimas, las estrellas, las pestañas, las sombras, el vino cuando ya voy por la cuarta copa y mis rodillas contra el piso cuando te tengo adelante mío. No importa dónde estemos o quién nos esté viendo. Me basta ver tu mano rozando la hebilla de tu cinturón para adivinar con una sonrisa que se acercan constelaciones enteras a su fin y que mis labios van a encerrarlas; lo siento en toda la cara, mis piernas se flexionan y golpean fuerte contra el piso. Puedo caminar tentada por el borde de la línea de fuego y ellos tiran flores a mis pies. ¿Sabías que a las bestias del inframundo también les brotan lágrimas de los ojos? Nos admiran y ovacionan. Les perfora el pecho más profundo que una bala el antagonismo entre tanta belleza y tanto horror. Tanta perfección. Con cada impulso que tomo hacia adelante me arrojan pedazos de infierno del más celestial, a mi nombre y con código postal. Mis duraznos preferidos son los más golpeados y magullados. Me recuerdan a mis rodillas. Los dejo en mi falda, manchan mi vestido blanco. Se detienen al verme comerlos, su jugo cae por mis comisuras, su frescura moja la punta de mi nariz. Los labios me hormiguean, abro los ojos y son tus dedos limpiándome suavemente con un dulzor enfermo que abadon fomenta y facilita. Sé que te gustaría verme y ver sólo un ser humano. No elegí ser esto. Y aunque me ardan las mejillas, me gusta que al mirarme veas poesía. Estoy satisfecha. Estás en el cielo conmigo. Un cielo que está teñido de rosa y sangre, y está a punto de sucumbir.


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